La renovada muerte de la noche
en la que ya no nos queda
sino la breve luz de la conciencia
y tendernos al lado de los libros
de donde las palabras escaparon sin fuga,
crucificadas en mi mano, y en esta cripta de familia
en la que existe en cada espejo
y en cada sitio la evidencia del crimen
y en cuyos roperos dejamos
la crisálida de los adioses irremediables
con que hemos de embalsamar el futuro,
y en los ahorcados que penden de cada lámpara,
y en el veneno de cada vaso que apuramos,
y en esa silla eléctrica
en que hemos abandonado nuestros disfraces
para ocultarnos bajo los solitarios sudarios,
mi corazón ya no sabe sino marcar el paso
y dar vueltas como un tigre de circo
inmediato a una libertad inasible.
Todos hemos ido llegando a nuestras tumbas
a buena hora, a la hora debida,
en ambulancias de cómodo precio
o bien de suicidio natural y premeditado.
Y yo no puedo seguir trazando un escenario perfecto
en que la luna habría de jugar un papel importante,
porque en estos momentos
hay trenes por encima de toda la tierra
que lanzan unos dolorosos suspiros
y que parten,
y la luna no tiene nada que ver
con las breves luciérnagas que nos vigilan
desde un azul cercano y desconocido
lleno de estrellas políglotas e innumerables.
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