martes

Poema: El primer capítulo (Manuel Gutiérrez Nájera)


Cuando a la sala entré, la luz tenías
del velador tras la bombilla opaca,
y hundida muellemente en la butaca
con languidez artística leías.

Cerraste el libro al verme, nos hablamos,
con gracia seductora sonreíste,
los pliegues de tu traje recogiste
y los dos frente a frente nos sentamos.

Era blanca la bata que hasta el cuello
en sus ondas flotantes te arropaba,
y blanca aquella rosa que ostentaba,
en sus bucles soberbios, tu cabello.

¡Cómo de aquellos ojos la negrura
y tu morena y oriental belleza
contrastaban, bien, con la frescura
de tus húmedos labios de cereza!

¡Cómo aquel rizo que en ligeras ondas
encrespadas, rozándolo, el ambiente,
caía apartado de tus trenzas blondas
sobre el mármol corintio de tu frente!

A veces tu cabeza sacudiendo,
los indóciles bucles recogías,
y la bata, al moverse, desprendiendo,
tu opalina garganta descubrías.

El pie, pequeño y tímido escondido,
cuando tu cuerpo mórbido ondulaba,
impaciente rozando tu vestido
la punta delgadísima asomaba.

El ancha manga al levantarse suelta,
mal detenida por inquieto lazo,
dejaba adivinar la forma esbelta
y el cutis satinado de tu brazo.

Luego ocultabas, púdica, la breve
planta que se asomaba tentadora;
y era entonces tu rostro cual la nieve
teñida por los besos de la aurora.

Imperceptibles tintas nacaradas
rodeaban tus párpados: tranquilas,
las sedosas pestañas entornadas
ocultaban tus púdicas pupilas.

Como nardos cuajados de rocío
que estremecen los vientos de las tardes
tus hombros con ligero escalofrío
tras el linón velábanse cobardes.

Tibia estaba la pieza; blanca y bella.
la luna en el espejo se veía;
era digna de ti la noche aquella,
¡tantos luceros en el cielo había!

Era una de esas noches en que suele
la turba aletear de los amores,
en medio de una atmósfera que huele
a nidos frescos y recientes flores.

Noches en que modulan un arrullo
los mares y los bosques y las cuevas,
en que se abren, rompiendo su capullo,
los sueños castos y las flores nuevas.

Noches en que el espíritu adormido
en los limbos del sueño queda preso,
en que se escapa el pájaro del nido
y de los labios trémulos el beso.

Yo estaba junto a ti, yo, que te adoro;
las estrellas lanzábase tranquilas;
brotaban en el cielo lirios de oro,
y yo miraba al cielo en tus pupilas.



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